Conozco a bastantes cazadores que aman apasionadamente a los animales. Adoran a susperros, tienen a menudo pájaros y gatos en su casa, les encantan los documentales de la naturaleza y se embelesan con las criaturas a las que luego abaten. "No hay nada tan hermoso como un ciervo adulto saliendo de la espesura al amanecer, el pecho robusto, el cuello erguido, las orejas ágiles y tensas, una nube de vapor escapando del tembloroso hocico", dice, por ejemplo, en un rapto de lirismo cinegético, el cazador especializado en cazar ciervos.
Pero después toda esa tensión interior que produce la contemplación de la belleza se resuelve en ellos de un modo violento: disparan y destrozan, matan lo que aprecian. Nadie volverá a ver jamás el espectáculo de ese ciervo adulto saliendo entre las ramas, su cuello ya no estará erguido, ni sus orejas tensas, ni saldrá más vapor del delicado hocico. Quizá sea eso lo que en el fondo buscan: una especie de brutal y definitiva posesión del objeto admirado. Al matar se adueñan de la víctima.
Pero después toda esa tensión interior que produce la contemplación de la belleza se resuelve en ellos de un modo violento: disparan y destrozan, matan lo que aprecian. Nadie volverá a ver jamás el espectáculo de ese ciervo adulto saliendo entre las ramas, su cuello ya no estará erguido, ni sus orejas tensas, ni saldrá más vapor del delicado hocico. Quizá sea eso lo que en el fondo buscan: una especie de brutal y definitiva posesión del objeto admirado. Al matar se adueñan de la víctima.
A fin de cuentas, eso era lo que también pensaban los pueblos llamados primitivos, que al cazar creían conquistar el espíritu del animal cazado y apropiarse de algunos de sus dones: la ligereza del puma, la fuerza del oso, la resistencia del bisonte.
También los toreros son a menudo gentes amantes de los animales: si les llega el dinero, muchos ponen fincas y viven rodeados de caballos y perros, de vacas y terneros a los que adoran, pero a los que, sin embargo, no tienen empacho en pinchar y lidiar, de vez en cuando, en los tentaderos privados, por no mencionar ya el antiguo y violento rito de las corridas. Vista desde fuera, no deja de desconcertar esa inquietante mezcla de amor y de sangre.
Me pregunto si esa pulsión de matar lo que se admira es un rasgo fundamentalmente masculino. No quiero decir que sólo los hombres sean así, ni tampoco que todos se comporten de ese modo: hay mujeres cazadoras y toreras, y muchísimos varones que abominan de una y otra actividad. Pero se diría que es una actitud que nace, sobre todo, de un impulso ancestral masculino. Hace algunos años vi una escena ejemplar en el puerto de una pequeña ciudad costera. Estábamos sentados en la terraza de un bar, junto al agua. Entre las mesas jugueteaban un niño y una niña muy pequeños, apenas si tendrían un par de años, todavía eran muy torpes de movimientos. De pronto se posó una gaviota en el suelo, junto a ellos, y se los quedó mirando. La niña, embelesada, agarró enseguida una patata frita y se acercó al ave con la intención de darle amorosamente de comer. El niño, igualmente embelesado con la aparición de ese bicho tan grande y tan bonito, agarró enseguida una piedra y se acercó al pájaro con la intención de machacarle la cabeza.
La actitud de los dos fue inmediata, instintiva: el varón matar, la mujer nutrir. Y ambos comportamientos responden demasiado bienal patrón tradicional de la función por sexos, a ese mundo original de las cavernas en el que el papel de ellos era cazar y guerrear y el de ellas criar. Me pregunto si ese recuerdo remoto de los inicios estará marcado aún a fuego en nuestros genes; si es eso lo que impulsa a las niñas pequeñas a ofrecer patatas a las gaviotas y a los niños a intentar atizarles un cantazo.
También los toreros son a menudo gentes amantes de los animales: si les llega el dinero, muchos ponen fincas y viven rodeados de caballos y perros, de vacas y terneros a los que adoran, pero a los que, sin embargo, no tienen empacho en pinchar y lidiar, de vez en cuando, en los tentaderos privados, por no mencionar ya el antiguo y violento rito de las corridas. Vista desde fuera, no deja de desconcertar esa inquietante mezcla de amor y de sangre.
Me pregunto si esa pulsión de matar lo que se admira es un rasgo fundamentalmente masculino. No quiero decir que sólo los hombres sean así, ni tampoco que todos se comporten de ese modo: hay mujeres cazadoras y toreras, y muchísimos varones que abominan de una y otra actividad. Pero se diría que es una actitud que nace, sobre todo, de un impulso ancestral masculino. Hace algunos años vi una escena ejemplar en el puerto de una pequeña ciudad costera. Estábamos sentados en la terraza de un bar, junto al agua. Entre las mesas jugueteaban un niño y una niña muy pequeños, apenas si tendrían un par de años, todavía eran muy torpes de movimientos. De pronto se posó una gaviota en el suelo, junto a ellos, y se los quedó mirando. La niña, embelesada, agarró enseguida una patata frita y se acercó al ave con la intención de darle amorosamente de comer. El niño, igualmente embelesado con la aparición de ese bicho tan grande y tan bonito, agarró enseguida una piedra y se acercó al pájaro con la intención de machacarle la cabeza.
La actitud de los dos fue inmediata, instintiva: el varón matar, la mujer nutrir. Y ambos comportamientos responden demasiado bienal patrón tradicional de la función por sexos, a ese mundo original de las cavernas en el que el papel de ellos era cazar y guerrear y el de ellas criar. Me pregunto si ese recuerdo remoto de los inicios estará marcado aún a fuego en nuestros genes; si es eso lo que impulsa a las niñas pequeñas a ofrecer patatas a las gaviotas y a los niños a intentar atizarles un cantazo.
Claro que también existe una imagen tradicional de la mujer como exterminadora de animales: es la granjera o la cocinera que desnuca conejos, degüella corderos y retuerce el pescuezo de las gallinas sin que le tiemble el pulso. Pero ella está dentro de su papel, porque mata para nutrir.
Sin embargo, esas respuestas instintivas de los niños del puerto son en realidad un anacronismo, una antigualla. Ya no son necesarias para la supervivencia de la especie; son, me parece, un obsoleto residuo del pasado. Debe de ser por eso por lo que hoy hay tantos hombres en el mundo que reniegan del instinto de la caza, por ejemplo, o tantas mujeres que no dedican su vida a la crianza.
Sin embargo, esas respuestas instintivas de los niños del puerto son en realidad un anacronismo, una antigualla. Ya no son necesarias para la supervivencia de la especie; son, me parece, un obsoleto residuo del pasado. Debe de ser por eso por lo que hoy hay tantos hombres en el mundo que reniegan del instinto de la caza, por ejemplo, o tantas mujeres que no dedican su vida a la crianza.
Estamos cambiando; de hecho, los humanos cambiamos todo el tiempo, y hemos mudado muchas cosas a lo largo de los milenios. Lo cultural, o sea, los conocimientos adquiridos, ha ido influyendo y alterando nuestros instintos. De modo que el impulso de la caza, que a mi me parece brutal y primitivo, no tiene por qué durar para siempre. Incluso es muy posible que esté en franco retroceso.
Con todo, sigo sin entender esa desazonante mezcla de amor y de muerte que se produce en la mente del cazador. Sigo sin comprender cómo su embeleso ante la bella y suave cabeza de un venado sólo le hace anhelar el meterle una bala entre los ojos: en qué impenetrable lugar de su alma cinegética se producirá esa escalofriante conexión. Si aceptamos que se trata de una actitud sobre todo masculina, quizá podamos encontrar en ella unos ingredientes más profundos: el temor y la envidia, también ancestrales, a la capacidad de procreación de la mujer. Y es que no hay nada tan cercano al hecho de dar la vida como el acto de quitarla.
(El País Semanal)
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